martes, 2 de febrero de 2010

Moe

Moe alargó su paseo matutino hasta el puente, pasada ya la gasolinera. Quería comprobar que, como habían dicho las previsiones, los próximos días serían soleados. La primavera estaba resultando especialmente lluviosa en los Alpes y Moe llevaba varias semanas esperando a que hubiera dos días de sol para continuar con sus planes. El viejo puente conservaba un pretil de piedra en el que se apoyó la mujer mientras observaba el paisaje. El límite noroeste del valle lo formaba una sucesión de montañas cuyos picos aparecían despejados esa mañana:

– Las nubes no entrarán en el valle en los próximos tres días -dijo Moe en voz alta.


La mujer se despidió mentalmente del arroyo e inició el camino de regreso hacia su casa. Durante el invierno había preparado todos los detalles para su marcha. Juntó todo el dinero en efectivo que pudo, vendió el viejo Mercedes, liquidó todas las acciones y recuperó el dinero del plan de pensiones de su difunto marido. Rudolf había muerto diez años atrás pero Moe no había necesitado el dinero hasta ese momento. También preparó una ligera bolsa de viaje que dejó al lado de la puerta. Desde entonces, Moe estaba pendiente del tiempo para hacer la última colada del invierno y poder recogerla antes de irse.

El día que Moe abandonó Austria para siempre, madrugó más de lo habitual, cerró con cuidado la puerta y, al pasar junto a la casa de su vecina, depositó las llaves en el buzón:

– Podéis usar la casa. No pienso volver nunca más.

Cuando hablaba en voz alta, Moe usaba un dialecto del japonés que aprendió en la universidad. Sus vecinos creían que recitaba versos o entonaba canciones infantiles que su madre le habría enseñado de niña. En realidad, Moe fue adoptada en Japón y llevada a Austria cuando era un bebé, nunca conoció a sus padres, aprendió a hablar en alemán y estudió japonés porque, mientras estuvo en la universidad, no conoció ningún chico con quien pasar los fines de semana. Mientras atravesaba las desiertas calles del pequeño pueblo alpino, la mujer se despidió mentalmente de las casas de piedra, los balcones de madera y los tejados de pizarra. Tomó el primer autobús del día hacia Innsbruck, la ciudad más cercana con aeropuerto.

– Igual piensas que voy a Innsbruck de compras pero, en realidad, voy a Astipalea -dijo Moe a su compañero de asiento.

El hombre la miró durante un segundo y siguió leyendo, somnoliento, el periódico gratuito que tenía entre las manos.

– Astipalea.

Moe repitió la palabra, como un mantra, mientras el autobús descendía por la sinuosa carretera de montaña.

– Astipalea es una pequeña isla donde vive mi hija. Está en Grecia. Su marido tiene un hotel allí.

El hombre del periódico dormía con la cara apoyada en la ventanilla del autobús.

En el avión, aunque el puesto contiguo no estaba ocupado, Moe realizó todo el trayecto con la bolsa de viaje sobre las rodillas.

– Hay 72 hoteles en Astipalea. Mi hija fue a vivir allí hace veinte años. Mi marido murió hace diez años. Hace cinco años decidí localizar a mi hija y mandé un email a cada uno de los hoteles de la isla. Sólo cinco hoteles respondieron y ninguno de ellos tenía noticias de una muchacha austriaca de origen japonés que se llamaba Riu. Riu tiene ahora cuarenta años. No sé si tiene hijos.

El avión aterrizó en el pequeño aeropuerto de Astipalea y un viejo autobús acercó a los viajeros hasta la terminal. Mientras el resto de viajeros, en su mayoría turistas, se demoraba esperando sus maletas, Moe se dirigió con su pequeña bolsa a la parada de taxis e indicó al conductor del primer vehículo el nombre de su hotel. Había aprendido de memoria el nombre de los 72 hoteles de la isla y su correspondiente pronunciación en alemán, inglés y griego. Desde el asiento del taxi, Moe vio pasar el paisaje árido de la isla, los campos de olivos, las casas de campo a ambos lados de la carretera, el pueblo de casas blancas cubriendo desordenadas la colina y, por primera vez en su vida, el mar.

– Así que esto es el mar. Bien.

El hotel donde había reservado habitación era uno de los pocos que respondió a su email, por lo que ya sabía que no era el hotel de su yerno. A pesar de ello, al llegar decidió preguntar por su hija. Quería practicar el diálogo que tantas veces había ensayado. El recepcionista resultó ser el hijo del dueño y su madre no se llamaba Riu.

– Claro que no recuerdo el nombre del hotel. Si lo supiera, iría allí directamente en lugar de preguntar en todos los hoteles.

A la mañana siguiente, Moe pidió un taxi e indicó al conductor que le llevara al siguiente hotel de su lista. Al llegar, ordenó al taxista que no se fuera, se acercó a la recepción y preguntó por Riu, la mujer del dueño. El hombre negó con la cabeza. En el camino de vuelta compró fruta en un puesto callejero y se encerró en su habitación hasta el día siguiente.

(Imprimir esta entrada)

No hay comentarios: