miércoles, 10 de febrero de 2010

El sari rosa

La explanada junto al río Ganges acogía como todas las tardes una actividad intensa. Niños y niñas corrían hasta acabar peleando cerca de la orilla, mujeres atravesaban la explanada a paso ligero camino del mercado, otras volvían con la compra envuelta en fardos que llevaban sobre la cabeza, grupos de hombres discutían a la puerta de las cercanas casas de adobe y algunos ancianos paseaban en silencio junto al río. Otro cortejo, ni más numeroso, ni más ruidoso, ni más llamativo que el anterior ocupó parte de la explanada delante de una de las piras que tenía colocados sobre la estructura de madera montones de leña más ligeros, paja seca y pequeños bloques aromáticos de sándalo. Dos hombres del cortejo se adelantaron y depositaron sobre la pira la carga que portaban. Junto al blanco sudario se irguió con dificultad una figura femenina envuelta en un sari de un intenso color rosa.



El carnicero Prabhat estaba despiezando un cordero cuando vio el grupo atravesar el mercado. Terminó con su tarea, dejó el puesto al cuidado de su hijo y caminó hacia la explanada. Por encima de las cabezas de los asistentes vio el blanco sudario tendido y la figura femenina envuelta en el sari rosa. Para el viejo carnicero, la imagen del sari rosa era una brecha vertical por la que afloraron recuerdos que creía olvidados. Muchos años atrás, mucho tiempo antes de que empezara a trabajar en la carnicería, ese mismo sari lo llevaba una joven que conoció durante una boda. El joven Prabhat recordaría durante años el cuerpo ceñido bajo el sari y la sonrisa incitante de la joven.

Ishani, la joven huérfana, sintió durante el recorrido por las calles como su cuerpo se impregnaba de los olores del mercado: las especias, la carne recién cortada, la fruta al sol, el cuero. Era una sensación agradable que casi había olvidado. Sin embargo, al llegar delante de la pira sintió sobre la cara, de golpe, la humedad procedente del río con su mezcla de olores nauseabundos. Su hermano, el primogénito, dirigió un gesto de agradecimiento a todos los que habían acarreado leña para la pira. Recordó que no hay mayor desgracia que no tener leña suficiente para despedir adecuadamente al padre. Observó satisfecho el montón, la pira era tan grande que el sari de su madre debía verse desde la otra orilla del río.

El primogénito asintió con la cabeza y alguien le entregó un haz de paja prendido con el fuego sagrado de Shiva. Varios familiares tomaron posición alrededor de la pira para evitar la huida de la viuda en el último momento. El hijo repitió las oraciones de forma atropellada y acercó el fuego a la mujer del sari rosa. Por primera vez durante la ceremonia se hizo el silencio en la explanada. La viuda recogió el extremo inferior del sari rosa para poder doblar la rodilla y con la otra mano cogió la llama que le tendía su hijo. Sin dudar, prendió fuego a la pira e intentó mantenerse erguida pero el creciente calor de las llamas y el aromatizado humo de la madera le obligaron a taparse la cara con los brazos. Girando sobre sí misma, abrazó el cuerpo tendido y hundió su cara en el sudario a la altura del pecho ahogando sus gritos en la tela.

La pequeña Maalika no vio llegar el cortejo porque estaba jugando en la orilla del río buscando algún objeto de valor entre el limo y las cenizas de las cremaciones del día. Mientras hundía sus pequeñas manos en el agua turbia, levantó la vista y observó el sari rosa sobre la pira. Intentó distinguir alguna piedra preciosa sobre el cuerpo de la mujer o cosida sobre la tela. No vio nada de valor a primera vista, examinó después con mirada experta el aspecto de los asistentes al funeral y decidió volver a casa. Tenía los pies quemados de correr todo el día sobre las cenizas ardientes.

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