lunes, 25 de enero de 2010

La princesa y el zapato

Ejercicio sobre el binomio “Zapato / Coraje”


Desde el decimonoveno piso del edificio del banco nacional no se veía el habitual hormigueo de todos los días, como si el tiempo se hubiese detenido. Ningún movimiento hasta que la limusina giró en la esquina de la calle Mayor y enfiló despacio la avenida ignorando semáforos y señales de tráfico. Una mancha blanca rectángular que avanzaba exactamente por el centro de la calzada. Ya desde la calle pude comprobar que policías motorizados habían bloqueado el tráfico de las calles adyacentes, mientras que militares a caballo impedían a los transeúntes abandonar las aceras. Los conductores de los coches atascados abandonaron sus vehículos y se unieron a los inmovilizados peatones aumentando aún más el involuntario séquito.

Cuando la limusina alcanzó el cruce con la calle Independencia se deslizó el cristal de una de las ventanillas mostrando el exótico pero inexpresivo rostro de la princesa. La joven tardó varios segundos en darse cuenta de que su rostro ya no permanecía oculto, forzó una amplia sonrisa y se incorporó para asomarse al exterior mientras levantaba la mano enguantada a modo de saludo. Ante la indiferencia de los ciudadanos decidió volver a ocultarse pero, antes de que pudiera hacerlo, un zapato golpeó con precisión su diminuta nariz produciendo una sorprendente cantidad de sangre que cubrió su rostro y manchó el vestido de novia. Los gritos histéricos de la princesa fueron acallados por el ruido de varias sirenas y éstas, a su vez, por el estruendo de un helicóptero que se situó a escasos metros de las copas de los árboles. Junto a la limusina se colocaron cuatro coches idénticos con el emblema de la casa real y una ambulancia. El heredero al trono saltó al interior de uno de los coches y abandonó el lugar antes de que su prometida subiera a la ambulancia.
En el lugar quedaron una veintena de policías que, pistola en alto, rodeaban la limusina abandonada mientras otros compañeros disolvían la improvisada manifestación. Junto al vehículo se podían contar varias decenas de zapatos de todos los tamaños y formas.
Me alejé del alboroto y volví a mi oficina a terminar el trabajo que había dejado a medias. Pasé toda la tarde trabajando. Cuando terminé, di un paseo por las desiertas calles del centro hasta llegar al bar de Alfredo. El propio dueño se acercó a atenderme y esperó en silencio a que me acomodara en un extremo del mostrador y le pidiera un gin-tonic. Cogió un vaso de plástico y colocó con cuidado cinco cubos de hielo y dos rodajas de limón:
– Es para evitar accidentes, todos estamos descalzos -dijo.
Mientras Alfredo terminaba de preparar mi bebida, me acerqué al guardarropa y dejé mis botas.

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