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J tuvo que abandonar la ciudad sin tiempo para realizar ni un corto recorrido turístico. Llegó en Metro al intercambiador que conectaba el suburbano con la única estación de tren de la ciudad. Esquivando el reducido número de personas que encontró a su paso, recorrió los blancos pasillos abovedados mientras repetía mentalmente aquel nombre extraño que había pronunciado el hombre del hotel. A lo largo de los interminables pasadizos se sucedían carteles indescifrables en cirílico, puertas cerradas sin ningún letrero y escaleras mecánicas que ascendían y se perdían de vista. El pasillo giró y se encontró caminando sobre una cinta junto a un mosaico que representaba una locomotora de vapor a punto de atravesar un montañoso túnel. Varios minutos después, desembocó en un solitario vestíbulo de forma cúbica recubierto por grandes planchas grises de hormigón; localizó en la pared opuesta una puerta identificada con el número “tres”; penetró en un corredor iluminado por fluorescentes que parpadeaban protegidas por mallas metálicas. El corredor describía una larga curva descendente que J tardó varios minutos en recorrer hasta aparecer en un estrecho andén donde tuvo que esquivar a militares, policías y personal del ferrocarril que ignoraron su presencia a pesar de tratarse, al parecer, del único viajero.
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