martes, 24 de noviembre de 2009

Ginebra y café (extracto)


Extracto de “Ginebra y Café”
[…]
El otro hombre bebió su café de un trago y se irguió en la silla separando, de nuevo, la espalda del respaldo. Con la mirada fija en la puerta por la que habían salido los camareros, empezó a hablar con el mismo tono monótono que había utilizado anteriormente.
– He venido a verte después de treinta años y no me has preguntado ni cómo estoy. Igual soy yo quien debía haberte preguntado por tu fracasado matrimonio o por tu empresa. Creo que está a punto de entrar en bolsa y hacerte aún más rico – observó que su interlocutor se removió incómodo en su asiento -. Aunque si tanto interés tienes, te puedo contar cómo se vive en la clandestinidad.
Entonces le contó que el día anterior había salido a hacer una ronda por la ciudad. Era un día de esos que sólo se dan en esta ciudad, con sol radiante y bastante frío, que aprovechó para salir a la calle después de varias semanas de inactividad. Protegido por un gorro y con el cuello de la cazadora tapándole la mitad de la cara, paseó por el centro estudiando la seguridad de algunos ministerios y apuntando matrículas que pudiera doblar posteriormente. Comió en una hamburguesería y, por la tarde, recorrió los museos como un turista más fotografiando los accesos, los vigilantes o la ubicación de las cámaras de seguridad. Estaba tan eufórico que, imprudente, se acercó a fotografiar los guardias civiles que protegían el palacio real. Cuando anocheció recorrió un par de bares del centro intentando ligarse alguna turista que estuviera de paso pero pronto desistió y decidió comprar una botella de ron en un supermercado. Regresó a su piso y pasó el resto de la tarde bebiendo hasta caer dormido delante del televisor encendido.
– Un ruido en la escalera, junto a la puerta, me despertó a las cuatro de la madrugada – continuó el hombre bajando aún más el tono -. Me encerré en el baño con una de las pistolas esperando a que reventaran la puerta. Después de dos horas encerrado sin oír ningún ruido más, cogí una bolsa de deporte y metí todo lo que pude: ropa, el dinero, la pistola, pasaportes y el portátil. A las nueve salí del piso en chándal, dejé las llaves en el buzón y fui a buscar un coche que tengo preparado para estas situaciones. Lo tengo en uno de esos barrios de las afueras lleno de moros, negros y gitanos; tú, seguramente, no has estado nunca.
El hombre del traje azul y la corbata burdeos tomaba cortos y nerviosos sorbos de ginebra mientras vigilaba, también, los movimientos de los camareros dentro del restaurante.
– Tienes razón, me he divorciado hace unos meses después de quince años de matrimonio – dijo, intentando imitar el tono de su amigo-. Ahora vivo solo en un ático que he alquilado cerca de aquí. Puedes quedarte esta noche si no tienes a donde ir – ofreció sin convicción.
– Aunque contaba con ello agradezco tu ofrecimiento; innecesario porque no necesito que me alojes en tu casa, que es, además, un sitio poco seguro para mí – por primera vez bajó la mirada y su tono de voz se volvió más natural-. En realidad, te llamé porque me apetecía charlar contigo y preguntarte cómo estabas. Al fin y al cabo, somos dos viejos amigos que aunque viven en la misma ciudad no se ven desde hace más de treinta años.
[…]


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