Tres personas salieron del ascensor cuando paró en la quinta planta. Dos de ellas hablaban mientras caminaban hacia sus puestos de trabajo, la tercera se paró delante del ascensor y, como el marino que otea el horizonte, su mirada recorrió el espacio diáfano que se abría ante sus ojos buscando alguna señal que le indicara su destino. Instintivamente, el visitante ignoró los puestos más cercanos al ascensor donde se encontrarían los empleados de menor categoría; distinguió a un lado una zona de fotocopiadoras, archivos y un pasillo que conducía a los aseos: también ignoró esta zona; miró al lado opuesto y, entonces, su mirada se relajó y separó los labios esbozando una sonrisa. Mirando en aquella dirección se podía apreciar que las mesas estaban más separadas y entre ellas se distinguía un pasillo bien delimitado por macetas metálicas situadas cada par metros. Siguiendo el camino marcado por las macetas se encontraba una puerta con dos hojas de cristal que dejaban ver una amplia estancia bien iluminada por una luz natural intensa que contrastaba con el tono frío de las fluorescentes de este lado de la puerta. El visitante calculó que le separaban quince metros de las puertas de cristal e, ignorando las miradas interrogantes de los trabajadores más próximos, atravesó un grupo de personas que charlaban animadamente y se dirigió en aquella dirección. Aprovechó el trayecto para ajustarse los puños de la camisa, abrochar el botón superior de su chaqueta y pasar una mano por su pelo para comprobar que seguía como lo había dejado hace unos minutos en el aseo de la planta baja.
La esquina sudoeste albergaba los únicos despachos de la quinta planta, precedidos por una recepción a la que se accedía atravesando la puerta de cristal de doble hoja que la aislaba del resto de trabajadores. Un gran ventanal permitía pasar los rayos de sol hasta esta zona, donde destacaban una mesa cuadrada rodeada por tres sofás de piel, varias puertas de madera situadas en una pared decorada con grabados y fotografías y, en el lado opuesto al ventanal, una mesa ancha donde un hombre joven hablaba por teléfono mientras trabajaba en su ordenador. Allí apareció el visitante después de empujar la puerta de cristal. Se acercó a la mesa y esperó a que el hombre joven terminara su conversación telefónica. El joven colgó el auricular y concentró por unos segundos su atención en el ordenador ajeno a la presencia del visitante que se había parado a escasos centímetros de su mesa. El visitante empezó a hablar sin esperar a que el joven le mirara:
- Buenos días, mi nombre es Larry Takrevich y quería ver al responsable del servicio financiero, al señor Meinker. - el joven levantó la cabeza y el visitante añadió- Soy gerente regional de Componentes LEINON. Me llamo Larry Takrevich, T-A-K-R-...
- Perdone, Larry, ¿me ha dicho que está citado con la Señora Andrea Meinker? No esperábamos ninguna visita esta mañana.
El visitante permaneció callado unos segundos, como si mentalmente continuase deletreando su apellido. Por unos instantes sus ojos evitaron los del joven secretario, recorriendo sucesivamente sus zapatos, la puerta de cristal que acababa de atravesar y la pared detrás del secretario donde pudo ver varias estanterías perfectamente ordenadas. Una vez recuperado el contacto visual con su interlocutor continuó hablando:
- En realidad, hablé con uno de los colaboradores de la Señora Meinker por teléfono y me comentó que sería buena idea que viniese un día a visitarle. Estoy seguro que a ella no le molestará verme, si no está muy ocupada.
- Seguro que no – el joven secretario sonrió y volvió la vista hacia la pantalla del ordenador.
Larry retrocedió un paso, comprobó con la mano su peinado, tocó con dos dedos el botón superior de su chaqueta que, por otra parte, seguía abrochado y esperó a que el educadísimo joven avisara a la tal Andrea. El secretario se demoró aún unos segundos con su ordeandor y miró a Larry que, mientras tanto, había sacado una agenda electrónica y estaba concentrado en la pequeña pantalla. Por fin, condescendiente, le indicó con la mirada la mesa que estaba junto a la ventana:
- Puede sentarse mientras esperamos a que le atienda la señora Meinker.
Larry dio un pequeño paseo por la recepción, observó con fingido interés los cuadros que decoraban las paredes, se asomó al monótono paisaje de oficinas y permaneció junto a la ventana dejando gustosamente que el sol acariciara su piel. Sin embargo, en seguida se apartó de la ventana por miedo a que el sudor estropeara su cuidado aspecto y se dejó caer en uno de los sofás.
El secretario que había aprovechado el paseo de Larry para observarle con comodidad, comprobó la hora en su reloj, tomó el teléfono y anunció a su interlocutor la visita de Larry Takrevich, gerente regional de Componentes LEINON. Larry se puso rápidamente en pie y guardando la agenda se acercó a una de las puertas, donde ya le esperaba el secretario con la mano sobre el pomo. Cuando llegó a su altura, el secretario miró a Larry y esperó a que éste comprobase, una vez más, su pelo, los puños de la camisa y el botón superior de su chaqueta.
- Puede pasar, señor. – indicó profesionalmente después de empujar la puerta, y añadió con un tono más amable– Suerte.
Larry compuso una sonrisa y entró en el despacho.
Media hora después, se abrió la puerta del despacho y salió Larry buscando con la mirada al joven secretario que, en ese momento, se encontraba de pie detrás de su mesa archivando unos carpetas en la estantería:
- ¿qué tal te fue? - le saludó éste coloquialmente.
- Bien, gracias. ¿podría invitarte a comer? No tengo nada más que hacer hoy y no conozco a nadie en esta ciudad.
- Claro, Larry. Dame cinco minutos.
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lunes, 2 de noviembre de 2009
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