martes, 8 de diciembre de 2009

No GPS, signore

Salí del camarote con cuidado de no despertar a Marisa y subí a cubierta; no vi nada más que mar, me rodeaban millones de metros cúbicos de agua que intenté apartar de mi pensamiento. El capitán estaba concentrado pelando una manzana con su navaja, fingiendo suficiencia le pregunté en inglés por nuestra posición y velocidad, y por la intensidad del viento. Al oírme, volvió su rostro barbudo y por unos instantes pareció enfocarme con sus ojos, pero terminó mirando al horizonte, a un punto lejano a muchas millas detrás de . Cuando estaba a punto de repetir mis preguntas, el griego encadenó varias frases que no pude entender.
No GPS, signore -resumió finalmente, y volvió a concentrarse en la manzana ignorando definitivamente mi presencia.
El frío me empezó a resultar inaguantable, localicé la chaqueta sobre uno de los bancos y me senté mirando al horizonte y respirando a bocanadas el aire húmedo del amanecer intentando olvidar las incipientes ganas de vomitar. La mujer que nos alquiló el velero en Atenas afirmó que estaba completamente equipado pero el único instrumento que vi era un viejo compás de latón con un cristal tan sucio que no dejaba leer ningún rumbo. Recordé el folleto que me dio con la imagen de un moderno velero que navegaba majestuoso junto a una isla, gobernado por una tripulación de jóvenes y uniformados marineros. El barco de la foto no era, desde luego, esta vieja goleta de madera que cabeceaba lastimosamente al paso de cada ola y cuya única tripulación la formaba el hombre del sucio chaquetón azul que apenas podía, o quería, comunicarse. La mujer también dijo que el hombre se llamaba Leónidas, aunque seguro que era otra de sus mentiras. 
 
Montserrat y Jordi aparecieron ruidosos en cubierta sacándome por un momento de mis oscuros pensamientos. A pesar de mi malestar me alegró verles tan animados, sobre todo porque yo les había convencido para que nos acompañaran. No pude reprimir una sonrisa al ver que ella había ignorado todos mis consejos sobre el atuendo adecuado para moverse por un velero de apenas trece metros: apareció con un largo y escotado vestido blanco, sombrero de paja y alpargatas de cáñamo.
– Buenos días, Miguel. Cómo se mueve esto. ¿no se ha levantado Marisa? -preguntó Jordi, buscando un sitio limpio y seco donde sentarse.
Solo faltaba mi mujer y, por un momento, dudé si bajar a ayudarle. Marisa, a pesar de su ceguera, tenía una habilidad innata para moverse a bordo de cualquier barco, le encantaba navegar y fue ella quien insistió en organizar la travesía. Ella odiaba que intentara sobreprotegerla pero yo no dejaba de pensar en los peligros que una ciega podía encontrar en un ambiente tan desconocido y hostil. Sin embargo, en cuanto el café estuvo preparado, Marisa se materializó sonriente junto a la mesa. Iba descalza y llevaba un vestido corto de tirantes.
– El Egeo, al fin –dijo respirando profundamente.
Mientras desayunamos les conté la conversación que había tenido con Leónidas intentando no parecer preocupado.
– Así que estamos a merced de este griego degenerado –concluyó Montserrat-. No hay manera de saber dónde estamos realmente y no podemos comunicarnos con el mundo civilizado. Es posible que nos quiera secuestrar y llevarnos a una isla desierta donde nos están esperando sus compinches para quedarse con nuestro dinero y nuestras joyas y nuestras tarjetas y, además, violarnos. Como son griegos, nos pueden violar a los cuatro -subrayó, mirando a su marido.
– Si está llena de piratas no cuenta como isla deshabitada –ironizó Jordi.
– Estáis sacando las cosas de quicio -dijo Marisa-, esto es exactamente lo que habíamos planeado: un velero en medio del mar, recorrer Grecia de isla en isla, un capitán que se encarga de llevar el barco, y nosotros disfrutando del sol y de las vacaciones -Marisa hablaba mientras tanteaba la mesa buscando las últimas galletas del desayuno-. Mañana llegaremos a Santorini, la isla más bella del mundo, y podréis bajar a tierra, comprar camisetas y sumaros al rebaño de turistas, si eso es lo que queréis.
– Ay, querida, qué fácil lo ves tú todo –dijo Montserrat mirando con aprensión a su alrededor.
No quise recordar a Montserrat que mi mujer no podía ver la suciedad ni el óxido del barco. Como ya habíamos hablado en España, organizamos turnos para que el capitán pudiese descansar y, por otra parte, para que siempre hubiese alguno de nosotros atento por si pasaba algo. Yo me quedaría con Montserrat mientras Leónidas descansaba, y Jordi, que nunca había navegado, acompañaría al griego.
– Marisa, por supuesto, no hará turnos por la noche -recordé-. Jordi puede quedarse solo con el griego; igual os hacéis amigos -Montserrat soltó una carcajada.
Jordí no tuvo tiempo de contestar porque, en ese momento, Marisa se puso de pie sobre el banco mientras buscaba con sus manos algo a lo que sujetarse. Su mano derecha topó con uno de los obenques de acero que sujetaban el palo y, una vez firmemente agarrada, se dirigió teatralmente a nosotros:
– Queridos amigos, marido amantísimo, querida tripulación: no os dais cuenta de lo ridículos que resultáis. Estáis llenos de prejuicios y recelos. No os va a pasar nada, no vamos a naufragar, no hay piratas en Grecia, podremos sobrevivir dos semanas sin televisión y sin móvil. Lleváis un día de vacaciones y estáis deseando volver a la oficina para contar vuestras aventuras; para vosotros es mejor contarlas que vivirlas –la voz de Marisa se mezclaba con el ruido del agua al chocar contra el casco de madera-. Hacía tiempo que no me sentía tan segura y tan libre. Puedo sentir el viento soplando a mi izquierda, perdón, a babor –rectificó sonriendo–. Éste debe ser el famoso viento griego del norte, mi maridito leyó en un libro que se llama Meltemi. Aunque el sol no calienta mucho seguro que vosotros lo podéis ver ahí, delante de nuestra proa -y señaló hacia el sol-. Todo parece indicar que vamos rumbo oeste y, si Leónidas mantiene este rumbo con la misma destreza que hasta ahora, mañana desayunaremos fondeados en Santorini, exactamente como habíamos planificado hace meses. Voy a ir a proa a tomar el sol. Si cambiamos de rumbo daré la alarma para que podáis amotinaros y tirar al capitán por la borda antes de que él solo nos rodee y nos viole salvajemente a los cuatro a la vez.
Marisa se guió con uno de los cabos que corrían por la banda y fue gateando hasta la proa, a contraluz vimos cómo separaba las piernas para mantener el equilibrio; se quitó el vestido y se tumbó desnuda sobre la madera. Montserrat y yo recogimos la mesa en silencio. Estaba abochornado por la reacción de mi mujer que parecía no valorar mis continuos desvelos y cuidados y aprovechaba cualquier ocasión para ponerme en ridículo delante de nuestros amigos.
Según avanzaba el día, mi cuerpo se fue acostumbrando al movimiento armónico del velero. Había traído algunos libros sobre navegantes solitarios pero pasé la mayor parte del tiempo observando a Leónidas. Tenía hombros recios, cortas piernas y manos rudas; su barba disimulaba varias cicatrices; era de esos marineros que en tierra parecían torpes y mal encarados, que apenas se mueven como por miedo a romper algo o para no atraer las miradas. En su velero, sin embargo, transmitía una magnética seguridad en todos sus movimientos: las manos firmes sobre el timón, la mirada fija en el horizonte y, a ratos, comprobando la forma de las velas, apenas movía los pies, excepto para alcanzar algún cabo que ajustaba de un tirón seco o anudaba con maestría. Me enseñó cómo funcionaba el piloto automático, insistiendo en que lo conectase mientras él descansaba.
El mar, sin embargo, no apaciguó la naturaleza inquieta de Montserrat: tomó el sol junto a Marisa, se cambió de bikini tres veces, bajó al camarote a buscar cremas otras tantas veces, untó la espalda de su marido con protector solar, preguntó a Leónidas si había llevado a algún famoso y, ante la ausencia de conversación del griego, se sentó a mi lado:
– A saber a dónde nos lleva este tío -hablaba Montserrat–. Esta resultando un viaje muy largo ¡y yo que me imaginaba tomando el sol en una playa de arena blanquísima con el mar turquesa y un camarero monísimo poniéndome una copa! A este paso, acabamos en Lesbos... y no pongas esa cara, Jordi, que seguro que no sale como tú deseas.
Jordi sonrió ante la ocurrencia de su mujer. Se había acomodado en uno de los bancos con un grueso libro entre las manos; lo había comprado en el aeropuerto pero no leyó más de dos páginas en todo el día. Dedicó el tiempo a beber cervezas y a mirar sin ningún disimulo el cuerpo desnudo de Marisa.
Después de cenar, discutí con Marisa porque ella quería hacer su turno de guardia como todos los demás. Igual que ocurría en Barcelona, Marisa aprovechaba cualquier oportunidad para despreciar mis atenciones y demostrarme que podía valerse por ella misma. Se quedó en cubierta con Jordi y el griego mientras yo me acostaba sin poder dormir. Intenté escuchar su conversación pero sólo se oía la voz de Leónidas que parecía declamar un interminable y repetitivo poema. Exactamente a las dos de la madrugada subí para hacer el cambio de turno. El capitán griego me ayudó a conectar el piloto automático, después miró hacia el cielo y me indicó una de las miles de estrellas:
Polaris -dijo con su ya habitual economía de palabras. Después señaló un compartimento junto al timón donde había una botella de aguardiente y se perdió en el interior del velero.
Marisa siguió el mismo camino que el griego sin dirigirme la palabra y me dejó solo con Jordi. Bebimos en silencio. Ante mi rostro desencajado, Jordi intentó animarme:
– Ya sabes cómo son -dijo.
Montserrat apareció totalmente despeinada y con cara de sueño:
– Joder, no se ve una mierda -saludó mientras su marido se iba a la cama llevándose la botella-. ¿va a ser de noche mucho rato más?
Durante la noche sentí movimientos en el interior del velero que parecían venir de nuestro camarote. Me intenté concentrar en la estrella que había señalado Leónidas pero me mareaba y me entraban ganas de vomitar. Montserrat se acercó y me dijo al oido:
– La ciega te está poniendo los cuernos, Miguel, y esta vez no es con mi marido -dijo apoyando una mano en mi hombro, y añadió-. Igual ahora tampoco te quieres dar cuenta.
Pasé el resto de la noche vomitando. Mientras desayunábamos a la mañana siguiente, Montserrat le dijo tajante a su marido:
– Jordi, yo no aguanto un día más así. Si llegamos a algún sitio civilizado me apeo, o como hostias se diga en términos marineros, y me cojo un avión. No quiero volver a montar en barco en mi vida, quiero una playa, con su arena, sus hamacas, sus camareros y sus cócteles. Ya he tenido suficientes aventuras por este año.
Sí, cariño, yo también opino como tú -balbuceó Jordi.
Mientras Montserrat y Jordi se encerraban en su camarote para recoger el equipaje, Leónidas ajustó ligeramente las velas, tomó a Marisa de una mano y la llevó junto al timón. El griego le enseñó pacientemente a mantener el rumbo guiada únicamente por el viento y las reacciones de la rueda; de vez en cuando, Leónidas apoyaba una mano sobre el hombro de Marisa y le susurraba indicaciones al oido. Las delicadas manos de Marisa gobernaban con aparente facilidad el velero, reía de felicidad. Nunca había visto a Marisa reir de ese modo. Leónidas cogió el timón rodeando a Marisa con ambos brazos, ella se volvió y le besó. Estuvieron abrazados besándose hasta que llegamos a Santorini.
Jordi subió a cubierta con una maleta en cada mano:
Miguel, ¿tú que vas a hacer? ¿vienes con nosotros? -me preguntó.
Sí, Miguel se va con vosotros -Marisa respondió por mí y esa fue la última vez que la vi.

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